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Mujeres víctimas de maltrato de pareja
Buena parte de las aproximaciones al maltrato de pareja y de sus modelos explicativos parten de la pregunta explícita de qué mecanismos psicológicos desarrolla la mujer maltratada que la hacen mantenerse en esa situación. Modelos como el de la teoría de la violencia, de Walker, con su “síndrome de la mujer maltratada”, el de la unión traumática, de Dutton o de Graham, el “síndrome de adaptación paradójica”, de Montero, el análisis de los mecanismos de la violencia, de Echeburúa, o el de persuasión coercitiva, de Escudero, entre otros, responden a aquella pregunta inicial insistiendo en ciertas pautas de la mujer: la distorsión cognitiva, el embotamiento emocional, la indefensión aprendida, la pérdida de autoestima, habilidades sociales y de solución de problemas que padecen las víctimas, o incluso su dependencia emocional, adherencia y adaptación al maltratador. Presentando, en suma, a una mujer pasiva, aturdida y falta de recursos que renuncia a ser agente y desarrolla estrategias alternativas de adaptación al conflicto o de obtención de objetivos secundarios renunciando a otros.
Pero eso no da respuesta a dos fenómenos innegables. El primero, que el maltrato continúa normalmente –incluso con resultado de muerte- cuando ya se ha roto la convivencia y la mujer ha decidido emprender una nueva vida al margen del maltratador. En tales casos, es evidente que la mujer ha roto ya su eventual vínculo y dependencia emocional y que no se encuentra atenazada, resignada y pasiva por su pretendido embotamiento cognitivo o emocional. Lo que no impide que pueda estar igual o más desprotegida que cuando mantenía la relación y pueda seguir necesitando desplegar conductas de adaptación como cuestión de supervivencia. El segundo, que numerosos estudios con preadolescentes, universitarios y adultos que no han padecido maltrato, o ni siquiera han tenido experiencia de pareja, registran en sus respuestas ante situaciones hipotéticas de maltrato las mismas conductas y actitudes que las que aquellos modelos atribuyen a la mujer maltratada como consecuencia de su situación; lo que evidencia que no pueden haber sido “aprendidas” como resultado del maltrato, sino de unos constructos sociales imperantes previos a dicha situación.
La misma pregunta de que parten esas explicaciones, ¿por qué la mujer aguanta?, no se plantea, en cambio, ante otras situaciones de desigualdad y de opresión, como las de tortura, esclavitud, segregación racial, paro prolongado u otras, pues es evidente que en ellas la víctima no tiene poder para modificarlas ni se la culpabiliza por mantenerlas.
En el caso del maltrato de pareja, sin embargo, tal pregunta es muy frecuente, lo que presupone enfocarlo como una situación de violencia bilateral (entre agresor y víctima), intrafamiliar (reducida al ámbito privado de la familia) y entre iguales, ocultando que es una violencia enmarcada en unas construcciones sociales basadas en la desigualdad entre los sexos, en relaciones asimétricas de dominación y sumisión, en las que más que la dependencia emocional como variable explicativa, juegan la confusión y el miedo derivados de las estrategias de acoso moral, seducción engañosa, destrucción del yo de la mujer y estrategias de dominación por parte del maltratador (Hirigoyen, 1999).
Además, la visión de la víctima que deriva de aquellas explicaciones impide apreciar que la ambivalencia de sus sentimientos, el carácter protector de sí misma o de sus hijos, algunas de sus reacciones, la tolerancia hacia las agresiones, incluso la retirada de una denuncia o plantearse volver a convivir con el agresor tras haberlo denunciado, no son mera adaptación pasiva ni fracasos de la terapia, sino que en ocasiones pueden responder a estrategias de resistencia y de supervivencia ante una situación de desigualdad o miedo que aún no puede romper. Que esas mujeres continúan siendo activas en muchas facetas, como su trabajo (si lo tienen), cuidar, educar y proteger a los hijos, mantener el hogar y la economía doméstica, atender a otros familiares, etc.
Por eso, frente a la interpretación de las conductas de mujeres maltratadas como manifestaciones de sumisión o adherencia al maltratador y a sus valores, algunas autoras (Carmona, 2004) entienden que en el fondo de esa mujer resignada, sumisa o adaptada puede haber una “tenaz resistencia y la lucha por su identidad y sus derechos” (San Martín y González, 2011). Como explica el paradigma de la “mujer superviviente” (Gondolf y Fisher, 1988, Narvaz y Koller, 2006, Goodman y Epstein, 2008), esa aparente adaptación de la mujer no significa asumir los valores y las causas del maltratador (su irascibilidad, su eventual alcoholismo, su “no puedo cambiar”, sus arrepentimientos, etc.), sino que pueden ser manifestación de una moral de resistencia y de estrategias de lucha por la supervivencia, ante la imposibilidad de cambiar la situación. O incluso –cabría añadir- ante el cálculo de conveniencia de no cambiarla por condiciones económicas, por los hijos, por el rechazo social o familiar, o por otras causas.
Como ya explicaron Gondolf y Fisher, la situación de la mujer que se mantiene en la relación de maltrato puede describirse como de “superviviente”, explicando su conducta a través de cuatro elementos. El primero, que las mujeres maltratadas buscan activamente ayuda, comenzando por su propia familia, y ante su eventual fracaso desarrollan estrategias innovadoras y habilidades de afrontamiento de la propia relación. El segundo, que el eventual fracaso de esas y otras ayudas, la falta de opciones, de recursos financieros y de posibilidades de emprender una vida autónoma crea ansiedad en la víctima por dejar a su maltratador. El tercero, la insuficiente, burocrática y poco sistemática ayuda institucional, o incluso la indiferencia social, que la víctima padece. Por último, el cuarto elemento concluye que ante la falta de fuentes de ayuda, la impotencia explica por qué muchas mujeres maltratadas permanecen con sus agresores.
A diferencia de los modelos anteriores, la teoría de “la mujer superviviente” ve a las mujeres como agentes y no como pasivas e impotentes frente a los abusos repetidos, centrando la atención no tanto en la percepción de la víctima de que es imposible escapar como en los grandes obstáculos que debería superar para ello. Por eso, desde este paradigma, el mantenimiento de la situación por la víctima no es por indefensión aprendida, ni por dependencia emocional, ni por aturdimiento cognitivo, sino que puede entenderse preguntando lo que hizo para buscar ayuda y lo que pasó cuando lo hizo (los obstáculos que encontró), en lugar de preguntarse por qué no abandona la relación. Más bien la pregunta, a la vista de todos los obstáculos a superar, sería la de ¿cómo algunas mujeres han sido capaces de romper con la situación de maltrato en lugar de soportarla? De ahí la necesidad de recursos públicos y de educación en la igualdad para romper ese muro de falta de ayudas que impide a la mujer maltratada salir de su relación.
Con aquellos planteamientos, además, se deja de responder a lo que en las narraciones de las víctimas suele ocupar un mayor protagonismo que en los modelos explicativos. ¿Qué hace el entorno? ¿Qué se le decía o transmitía a la mujer maltratada por su entorno más inmediato? Como han destacado varias autoras (Carmona y cols., 2000; Bosch y Ferrer, 2003; Matud y cols., 2003), el apoyo social es un factor clave para posibilitar a la mujer maltratada resistir la situación y decidirse a romperla. Si dicho apoyo no existe, o transmite los ideales y los mandatos de género, la mujer pierde uno de los recursos fundamentales para poder afrontar su situación. Lo que explica, en buena medida, que las mujeres en culturas o entornos donde los modelos sociales son mucho más opresivos que en el primer mundo, o las mujeres de avanzada edad en el nuestro, soporten de por vida una relación de maltrato sin plantearse salir de ella.
Como señala Lloret (2004), la mujer maltratada debe recibir el apoyo para “deconstruir” las verdades que aprisionan su vida, desde los roles y las identidades de género a las autopercepciones que la colocan en situación pasiva, o, al contrario, aquellas otras que le exigirían ser una heroína para poder poner fin a su situación.
De cara a la intervención terapéutica con víctimas, también los modelos adaptativos pueden resultar inconvenientes. Explicar a mujeres maltratadas esos mecanismos de adaptación puede generar en ellas autorreproche e infravaloración, al pensar de sí mismas que no han sido “capaces” de acabar con la situación enfrentándose a ella, sino que se han plegado a la misma desarrollando tales mecanismos de adaptación. Sobre todo, si se les insiste además en que hay medios socialmente dispuestos en su apoyo, como las normas, las infraestructuras administrativas, el sistema judicial y otros que ella no utiliza. Si la mujer maltratada interioriza que pese a esos medios no es capaz de romper, o no ha sido capaz de hacerlo durante años, acaba minando su autoestima, aumentando su vergüenza y culpabilizándose por mantener la situación.
Si no se reconoce ese fondo de superviviente, la terapia de mujeres maltratadas corre el riesgo de partir de la desigualdad, confirmándola en su relación con el o la terapeuta, convirtiéndose en un proceso “educativo” para enseñar a la mujer a ser persona y que tiene derechos e identidad, en lugar de valorarla por cómo ha sido capaz de resistir. Con la consecuencia de que la mujer no liberará su propia voz, sino que hablará por la voz “aprendida” de los terapeutas. Como lo expresa Vitanza (1995), “estamos tratando de vencer la frustración de los dispensadores de atención de salud que no entienden que a una mujer maltratada le cuesta decidirse a hacer algo. Cuando le pedimos a una mujer que en diez minutos tome una decisión le estamos diciendo: sabemos lo que te conviene, lo cual no nos diferencia del agresor que toma las decisiones por ella”.
Autor: Instituto Valenciano de Psicología Sanitaria