Al parece que nos hemos vuelto temerosos de la tristeza. Se ha puesto tanto énfasis en la felicidad, en el pensamiento positivo y en la autoestima, que corremos riesgo de olvidar que para ser personas plenas necesitamos aprender a sobrellevar también los momentos difíciles.
Sabemos que las emociones “positivas” son más disfrutables y las aceptamos sin reparos, pero es absolutamente normal sentirnos invadidos de vez en cuando por el pesar, o agobiados de angustia, duda o desilusión. Todas estas emociones tienen algo que enseñarnos acerca de nosotros mismos, y sin ellas jamás sabríamos lo que es la felicidad.
Sin embargo, no todos tenemos el mismo concepto de “felicidad”, así que empecemos por el principio.
El filósofo griego Aristóteles enseñaba que la vida ideal era buscar la eudaimonía, palabra que suele traducirse como “felicidad”. Pero no se refería a una vida de placeres sensoriales, ni tampoco a una existencia desligada de la realidad por la falsa creencia de que las cosas son (o deberían ser) mejores de lo que son realmente. Su concepto de felicidad se acerca mucho más a la idea de “plenitud” que a ese sentimiento a menudo autocomplaciente y basado en el placer que llamamos “felicidad”. Para Aristóteles, la eudaimonía significaba vivir en concordancia con la razón; satisfacer nuestro sentido de propósito; cumplir con nuestro deber cívico; cultivar la virtud; estar totalmente comprometidos con el mundo y, sobre todo, experimentar la riqueza del amor y la amistad humanas.
¿“La riqueza del amor y la amistad humanas”? Todo el mundo sabe que eso no es ningún lecho de rosas. Las relaciones personales pueden ofrecernos las satisfacciones más profundas y hacer una aporte enorme a nuestro sentido de plenitud, pero, en esencia, son desordenadas, impredecibles y, muy a menudo, nuestra mayor fuente de decepción, angustia y tristeza. Justo por eso es que tienen mucho que enseñarnos.
Cuando nos sentimos tristes o desanimados, llegamos a pensar que la vida es cruel o injusta, así que es fácil entender por qué, en esos momentos, la felicidad nos parece la mejor meta de vida o el estado “natural” por alcanzar. Sin embargo, eso pasaría por alto una importante verdad sobre la experiencia humana: la tristeza es una emoción tan auténtica como la felicidad. Los momentos de dicha y alegría, y también la sensación más profunda de bienestar que a veces nos envuelve, sólo tienen sentido porque representan un agudo contraste con nuestras experiencias de decepción, sufrimiento y tristeza, o incluso con esos momentos en que nos sentimos atrapados en una tediosa rutina.
Cuando oigo a los padres de familia decir “Sólo quiero que mis hijos sean felices”, siempre me siento tentado a preguntarles:
“¿Eso es todo lo que desean para ellos? ¿En verdad quieren que estén tan privados de emociones? ¿No les gustaría que aprendieran a sobrellevar la desilusión, el fracaso e incluso la injusticia?”
Existe el peligro real de que empeoremos las cosas si ponemos demasiado énfasis en “el pensamiento positivo”, y no el suficiente en vivir con valentía, bondad e incluso con nobleza ante todos estos cambios. Me temo que hasta el concepto de “felicidad” está adquiriendo un significado nuevo como consecuencia de nuestra obsesión por el control: tendemos a considerar la dicha como una señal de que tenemos todo “controlado”, lo cual implica que la tristeza indicaría lo contrario, como si pudiéramos elegir estar felices o tristes.
Pensar positivamente es mejor que pensar negativamente. Sin embargo, pensar en forma realista es algo todavía más deseable, y ser realista significa comprender que la riqueza de la vida radica en una interacción constante entre luces y sombras.
“¡Arriba!”, nos decimos unos a otros, pero, ¿para qué intentar producir un estado emocional positivo en alguien que está pasando por una adversidad, una pérdida o una desilusión? En esto estoy de acuerdo con Marcel Proust, quien dijo: “Sanamos de un sufrimiento sólo al experimentarlo en su totalidad”.
Muchas personas aseguran que su mayor crecimiento y desarrollo como seres humanos han provenido del dolor y del pesar, no del placer. Así que, cuando necesitamos sentirnos tristes, es un error tratar de apresurar el proceso de sobrellevar nuestro sufrimiento, decepción o pena. La felicidad por lo general nos llega en momentos súbitos y fugaces; en cambio, asimilar nuestras emociones más sombrías nos lleva tiempo.
Autor: Hugh Mackay